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  • Foto del escritorMEGOVA

Observar sin los ojos es más bonito

Después de caminar casi 13 cuadras, escuchar unas 5 canciones y media en el playlist de mi celular e ignorar los comentarios y miradas inapropiadas de los algunos viejitos y hombres que me encontraba en el camino transcurrido de mi casa al parque de Copacabana, por fin llegué; me recibió un abrazador viento frío que rosaba mi rostro y cabello con delicadeza, no tan frío como para arroparme, pero si para entender que el día había llegado a su fin y era el turno de la noche.

Me dirigí a sentarme en las escaleras del parque, cinco escalones en secuencia, uno tras otro en ascenso, tapizados con pequeñas piedras que se incrustan en la piel al hacer contacto o presión por más de un minuto; aún sigo sin entender por qué las personas las encuentran atractivas para sentarse a conversar si son tan incomodas, pero debo admitir que también lo he hecho en muchas ocasiones.

Creo que no es usual que una joven se siente sola en las escaleras del parque con una libreta de apuntes y un lapicero con una pequeña lámpara incrustada para poder ver mejor lo que escribe, pero se mantiene con los ojos cerrados mientras no lo hace. Sentí en varias ocasiones las miradas penetrantes de aquellas personas tratando de entender ¡que rayos estaba haciendo! Acompañado de risas burlonas en su plena inconciencia de que en realidad los estaba espiando.

Gracias al poco flujo vehicular del lugar, se pueden escuchar con nitidez los murmullos y conversaciones de las personas que se encuentran a mi alrededor y también de las que pasan desapercibidas sin saber que escucho sus secretos, pero que están a salvo por que nos los veo. Es un pueblo y como por ahí dicen las malas lenguas “pueblo pequeño, infierno grande”; no hubo una sola conversación de todas las que estuve husmeando en la que no se pusiera en entredicho el nombre de alguien, admito que tuve miedo de escuchar mi nombre en algún momento.

Es martes a las 7:30 de la noche y en una de las esquinas que delimita el parque se escucha una música popular proveniente de una cantina que invita al desorden y a que los viejitos se gasten su pensión allí. La rumba en Copacabana se rehusó a esperar al fin de semana y las personas de edad a quedarse en sus casas viendo televisión y durmiendo, prefieren salir por ahí acompañados de sus terceras piernas hechas de madera que retumban al tener contacto con el cemento y perder por un rato la conciencia entre el azar y el licor.

Las personas pasan tan cerca de mí que puedo casi identificar con los sonidos que me regalan si van o vienen, su edad y si están bien de salud, su forma de vestir e incluso lo que estaban haciendo. Hombres con llaves y monedas en sus bolsillos, el rose de sus piernas me comunican si tienen prisa o van con tiempo de sobra; el sonido particular de las sudaderas de licra y los termos casi vacíos que menean las chicas cuando salen de los gimnasios, los silbidos de los hombres entre una esquina y otra, cada uno denota algo diferente: unos son para saludar, otros para alertar, algunos para acosar y otros cuantos para decir ¡aquí estoy!

Hay tanta diversidad a mi alrededor desde que no estoy utilizando mis ojos, que siento que veo mejor con ellos cerrados. Los niños todavía se escuchan gritar en las calles mientras juegan en cada uno de los rincones del parque, se sienten sus pisadas y como se corretean unos a otros, se ríen, disfrutan, se siente en el ambiente su felicidad. Pero se equilibra casi de inmediato con los habitantes de calle que merodean en el lugar ¿Qué cómo se puede describir un indigente sin verlo? Sencillo, el hedor a suciedad, desesperanza e irritabilidad que emana de sus cuerpos es inigualable, además de su particular forma de caminar, arrastran sus pies con desdén y desgano, es como si les pesase la vida y la de aquellos que los rodean.

Los olores que entran a mi nariz sin pedir permiso son tan distintos, pero todos tan invasivos. Orina de perro por doquier, mezclado con un poco de pan recién hecho que hace que prácticamente pueda saborearlo; el delicioso olor de los perfumes y champús de manzanilla de las chicas, contrastado con la grasa de los carritos de comidas rápidas que se apoderaron del lugar no solo con su olor sino con su sonido característico al fritar las papas, calentar los chorizos y echar las salsas semi vacías, pareciera que hace parte del sonido ambiente del lugar.

Abrí los ojos y me dispuse a retirarme del lugar, de inmediato alguien se me acercó y me dijo “buenas noches madre, ¿me va a hacer el favor de regalarme una monedita?” durante la hora y media, casi dos horas que estuve allí nadie me había hablado, pude concluir en ese momento que las personas creen que solo al tener los ojos abiertos se entiende mejor el mundo.

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